martes, 19 de agosto de 2014

Una experiencia bizarra

Aquella noche comí más tabletitas del amor de las que cualquier ser humano puede soportar. De acuerdo a los rumores me besé con cuatro chicos, incluyendo a mi maestro de Historia. Tengo la mala costumbre de dejar pasar meses y meses en celibato y luego dejar salir toda la pasión de un solo golpe. La calentura hay que dejarla fluir, porque si no luego anda una de puta, dice mi prima Inés.
Según Juan, pelé un plátano lentamente y lo devoré con indecencia sin perder contacto visual con el maestro. Juan nunca dice mentiras, pero yo a todos les digo que eso se lo inventó. Solo recuerdo a la chica que despertó junto a mí en la habitación. Tenía más aretes en la cara que el joyero de mi abuelita. El pie derecho me dolía horrible. Estaba morado y ardía con la fuerza de mil soles, como si Satanás hubiera meado sobre él. Eso nadie me lo pudo explicar.
Mientras yo me frotaba el pie con un bálsamo de mariguana que me regaló Juan -que según él cura casi todo-, ella preparaba café. Estuvimos en silencio un rato, hasta que me preguntó si recordaba lo que había pasado con el chico que nos llevó al apartamento. Puse cara de no saber de qué hablaba y me contó con risa burlona que estuvimos tonteando los tres en la sala, pero el tipo estaba duro y dale con que quería que le hiciera una lluvia dorada. Lo llevé a la bañera vacía y fría, se sentó en el piso helado y permaneció ahí desnudo durante lo que parecieron horas porque yo era incapaz de hacer pis. Finalmente me las arreglé para derramar unas cuantas gotitas y él se retorcía y gemía como algo sacado de una película porno de bajo presupuesto. En fin, una experiencia bizarra es mejor que ninguna experiencia.

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