sábado, 12 de abril de 2014

Sansa, la abeja.

Algo terrible pasó hoy. Subí a la azotea del edificio a fumarme un porrito. O dos. Normalmente fumo mientras veo pasar los coches ahí abajo, pero como era temprano llevé el iPod, los audífonos y la increíble y triste historia de la cándida Erendira y su abuela desalmada.


El día estaba fresco y hermoso. Las flores primaverales brotaban de los árboles y los pájaros andaban felices, como en fiesta de pueblo. De verdad que este año la primavera le llegó con todo a los árboles de la calle.


Dejé el libro en la mesa y apenas encendí el primer porrito apareció una abeja. No temo a las abejas pero tampoco es onda que me anden rondando. La espanté con la mano una, dos, tres veces, pero estaba necia en zumbar cerca de mí. Cuando se detuvo en la mesa le eché una bocanada de humo para ahuyentarla pero en lugar de volar se quedó zumbando en su lugar.


Pensé que le había gustado y aprovechando que no se movía de ahí le eché dos fumarolas más. Huy! La hubieran visto. Caminaba de un lado a otro de lo más coqueta. Ya no volaba, ni me amenazaba.


¡Abejita linda, ya eres mi amiga! Sansa te llamaré, por pequeña, rubia y hermosa. Te leeré algo, guapa. Una historia hermosa que podrás contarle a tus hermanas abejas.


Tomé el libro y empecé a leer, con voz tierna y pausada, como si le leyera a un niño: "Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida..."


No había terminado el primer párrafo cuando Sansa, la abeja, brincó de la mesa y se posó en mi hombro, quizá para escuchar mejor. El instinto me hizo reaccionar y en un rápido movimiento estrellé el libro contra su cuerpo diminuto.


Cayó al suelo lentamente, inmóvil, aplastada e inerte. Oh, Dios. Maté a mi amiga la abeja. Al menos se fue tranquila, pensé. Un toque en nombre de Sansa, la única abeja que mi amiga fue y que por error maté.

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